La revolución del traje
Un paseo por su historia desde s. XVIII hasta el s. XX
La primera vez que me hicieron reflexionar sobre el tema del que vamos a hablar a continuación, he de confesar que me sorprendí. Si bien, está claro el valor histórico que posee cualquier resto cerámico encontrado en una excavación, es innegable la importancia de cuidar y preservar los muros y paredes de una edificación de siglos pasados y nos parece lógico que las pinturas y estatuas tengan su lugar en los museos; durante gran parte del camino que llevamos recorrido como humanidad, la indumentaria se ha considerado como algo banal por los más ilustrados. Hasta hace pocas décadas no se supo ver el valor que la ropa y los accesorios tenían, privándolos pues del cuidado y la conservación que merecían.
La moda ha evolucionado al mismo tiempo que nosotros. Nos habla de la moral, de los códigos de conducta por los que se rige una comunidad, nos hablan de estatus social e incluso del estado civil de una persona, del clima o de la religión. La vestimenta dice mucho de uno, de la sociedad y el momento en el que se vive.
A día de hoy existe gran material documental al respecto, pero en este rincón tan nuestro como es «Cajón de Sastre» hemos querido dar espacio al tema, ya que claro está, nos toca muy de cerca.
Uno de los cambios más grandes que ha sufrido el ser humano fue la revolución industrial. Por allá a mediados del siglo XVIII en el Reino de Gran Bretaña y décadas después a lo largo y ancho de la Europa occidental y la América Anglosajona, se vivió durante ese período, el mayor conjunto de transformaciones económicas, tecnológicas y sociales de la historia desde el Neolítico. De una economía basada fundamentalmente en la agricultura y el comercio de mercancías a una economía de carácter urbano, industrializada y mecanizada.
A principios del siglo XIX la riqueza y la renta per cápita empezó a crecer de manera exponencial, por primera vez en la historia, el nivel de vida de las masas y la gente común experimentó un crecimiento sostenido, y con esto, la aparición de una nueva clase social, la burguesía.
En el último cuarto del siglo XVIII, como exigencia de la nueva vida moderna, la indumentaria masculina en Inglaterra empezó a cambiar. Las obligaciones de los burgueses y sus ajetreados vaivenes por la ciudad requerían de ropa que facilitase el desempeño de sus negocios.
Atrás empiezan a quedar las grandes casacas bordadas con abundantes adornos y las sedas coloridas. La ostentosidad de la aristocracia empieza a no tener cabida en un mundo donde la practicidad prevalece a los ropajes encorsetados y llamativos.
Fue entonces cuando un atuendo más sufrido y austero que favoreciese la movilidad y no sufriera constantemente desgarros por su exagerado volumen, empezó extenderse a los armarios de toda una sociedad.
Así pues, cuando el estilo de corte francés comenzaba su declive, la vestimenta de los industriales y los comerciales, pero también la nobleza, se fue adaptando a un estilo de vida que pedía a gritos comodidad y funcionalidad.
El chaleco, entallado y largo hasta las rodillas e impuesto por Real decreto a finales del siglo XVII en el reinado de Luis XIV -para fomentar el comercio de la lana inglesa y diferenciarse de la moda francesa- fue perdiendo su largo hasta acabar siendo una prenda que tan sólo se superponía ligeramente sobre el calzón, además éste terminó perdiendo su holgura para acabar ciñéndose a la pierna. La seda de las medias fue trocada por el estambre o sustituidas por botas.
El traje de los nuevos tiempos partió de base de la chaqueta de caza de la campiña inglesa. Colores moderados y una total sencillez caracterizaban este atuendo, donde lo superfluo no tenía cabida. La casaca preferiblemente de paño fue perdiendo peso y vuelo, dejando ver cada vez más la silueta del cuerpo masculino.
También empezamos a observar puños más estrechos, cuello y unas incipientes solapas. El chaleco, entallado y largo hasta las rodillas e impuesto por Real decreto a finales del siglo XVII en el reinado de Luis XIV -para fomentar el comercio de la lana inglesa y diferenciarse de la moda francesa- fue perdiendo su largo hasta acabar siendo una prenda que tan sólo se superponía ligeramente sobre el calzón, además éste terminó perdiendo su holgura para acabar ciñéndose a la pierna. La seda de las medias fue trocada por el estambre o sustituidas por botas.
Más tarde, a mediados del siglo XIX, la famosa combinación de tres piezas que popularizó el rey Carlos III en 1666 se transformó con la llegada del nuevo dandy. Con la aparición de George Bryan Brummell (1778-1840). He aquí el padre y emperador de todos los dandis, cuya persona más de 200 años después, sigue siendo sinónimo de la más exquisita elegancia. Pero lamentablemente, he de decir, que este tema lo abordaremos con profundidad en artículos próximos en los meses venideros.
Beau Brummell, apodo con el que fue bautizado, rechazó por completo la ostentosidad del calzón y las medias a favor de unos embrionarios pantalones a medida, discretos, combinados con un chaleco blanco y una chaqueta oscura de dos colas. Hacia finales del siglo XIX, el tres piezas masculino ya gozaba de un carácter mucho más sobrio, representando una actitud más seria, en oposición a la exuberancia que ya era considerada como símbolo de la frivolidad y de la irracionalidad. Con el cambio de siglo se popularizó la confección del chaleco en tejidos y tonalidades diferentes a la chaqueta. Aunque en el siglo que le precede se puso de moda cortar todo el traje con la misma tela.
A mediados del siglo XX, el tres piezas fue quedando reservado para eventos más formales, así como otro tipo de chaqueta como por ejemplo el smoking, el frac o el chaqué. Nos encontramos ya ante un traje de solo chaqueta y pantalón. El chaleco perdió funcionalidad con la llegada del reloj de pulsera y la moda masculina fue apostando por un estilo más informal y relajado.
Este es, a grandes pinceladas, el árbol genealógico del traje que llevas hoy. Dime si ahora, después de pasear por la historia durante 400 años puedes mirar a los ojos igual a tu chaqueta sin poder ver toda una revolución detrás.
Teresa Ballesté